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Día 6: de Sahagún a Astorga
Hoy tocaba etapa larga, la más larga de todo mi Camino: 111 km. No obstante era una etapa sencilla, con poco desnivel:
De nuevo salí al amanecer, que tiene la ventaja de ofrecer estas bonitas imágenes:
A sabiendas de que los primeros kilómetros serían sencillos, apenas tomé un café y una galleta en el bar bajo el hostal. El hecho es que resultó un gran acierto porque después tomé un magnífico desayuno.
Mientras ultimaba los preparativos se me acercó un bicigrino a preguntar por cómo llevaba el agua en un inglés con un acento que en ese momento no supe identificar. Charlamos un rato, él venía de Dax (Francia), cruzó la frontera por Irún y se incorporó al Camino Francés por Pamplona. Cicloturista experimentado, viajaba con las tradicionales alforjas. Nos volveríamos a encontrar.
Pronto tuve que decidir en una nueva bifurcación y, como tenía pensado, tomé el camino tradicional por Bercianos del Real Camino.
Los nombres de los pueblos castellanos son una maravilla, deberían hacer un concurso con ellos. La primera localidad que cruzamos al salir de Sahagún es Bercianos del Real Camino que, sin duda, sería uno de mis nombres favoritos. Era aún demasiado cercano a la salida así que continué hasta El Burgo Ranero. Me divertí mucho al día siguiente al oir a unos franceses intentar pronunciar correctamente el nombre.
En El Burgo Ranero me detuve al pasar por el primer bar, que empezaba a estar concurrido. Pedí un café y una tostada de tomate; la simpática camarera alabó las excelencias de sus tomates creando unas grandes expectativas. Mientras, a mi lado, una mujer de cierta edad trataba de explicar que quería “lo mismo que ese señor”, ya que la chica de la barra no parecía saber inglés. Pero por señas se hizo entender… o eso creía ella.
El caso es que me senté con el café en una mesita en la calle y, un momento después, la señora se acercó y pidió permiso para sentarse a la mesa a lo que, por supuesto, accedí de buen grado. Era una mujer danesa que había comenzado el Camino con su marido pero, cuando él tuvo que regresar a Dinamarca para volver al trabajo, ella decidió continuar sola.
Enseguida llegó mi tostada (que tengo que admitir que es la mejor tostada de tomate que he comido en mi vida) acompañada de un gran número de viandas: otro café, más tostadas, unos huevos fritos con bacon y no sé si me dejo algo. La camarera señalaba a la señora:
— “Esto es lo tuyo, ¿Vale? ¡Tu desayuno!”
a lo que la sorprendida danesa trataba de negarse:
— “No, no, que yo no he pedido eso…”, decía en inglés mientras gesticulaba con las manos. — “Sí, claro que sí”, afirmaba la joven. “Mira, lo mismo que ese señor, es lo que me has dicho”.
Y señalaba a otra mesa donde, efectivamente, había un alemán poniéndose fino; precisamente el mismo al que la nórdica señalaba cuando trataba de explicar que “quería lo mismo que ese”.
Total, que entre contrariada y divertida, la señora se ofreció a compartir su desayuno conmigo, a lo que me negué pues yo tenía suficiente con mi tostada. Continuamos nuestra charla alabando las excelencias de Copenhague hasta que le hice notar, entre risas, que había devorado su pantagruélico desayuno antes de que yo acabase mi humilde tostada.
Con el recuerdo de la exquisita tostada reanudé la marcha. El camino para los viandantes discurría pegado a una estrecha carretera asfaltada sin ningún tráfico, con lo que ciclistas y caminantes no nos molestábamos. Avanzábamos a una distancia ideal para saludarnos (¡buen Camino!) sin incordiarnos mutuamente.
Así, continúo hasta Mansilla de las Mulas, que me impresiona por lo apagado que está. No se ve apenas movimiento por las calle, ni siquiera de peregrinos y todo parece viejo y abandonado; es cierto que buena parte de su patrimonio no está a la vista por donde yo atravesé la ciudad, pero esta es la imagen que me dejó, la de la España vaciada:
A la salida cruzo el puente sobre el Esla y me dirijo a Puente Villarente donde intercambio un saludo con un simpático escocés con su kilt. El enorme puente es ya citado en el Códice Calixtino.
Poco a poco me acerco a León, una de mis ciudades preferidas y de la que conservo grandes recuerdos. La entrada, sin embargo, no es especialmente bonita, como ya he mencionado que ocurre en otras grandes ciudades del Camino.
La ruta ha sido cómoda y plácida y he llegado a la capital mucho antes de lo previsto. Lo primero que hago es dirigirme a la Hospedería Monástica a sellar la credencial. El pasado verano estuve allí alojado y vi con interés (y tal vez algo de envidia) a los peregrinos entrar y salir. Fue entonces cuando empecé a tomarme en serio la loca idea de meterme en el Camino, así que no había mejor sitio para poner el sello.
De ahí, obviamente, fui a la Plaza de San Martín, en el corazón del Barrio Húmedo. No cabe duda de que, si León es una de mis ciudades favoritas, esta plaza tiene mucho que ver. Por desgracia -o quién sabe si por suerte…- era demasiado pronto y todo estaba cerrado.
Di una vueltecilla por el centro; la Plaza Mayor, la grandiosa Catedral, la Casa Botines y el Palacio de los Guzmanes… Finalmente tomé asiento en la Plaza de San Marcelo, frente al ayuntamiento, para tomar un refrigerio.
Me disponía a pedir algo más de picar cuando uno de mis grandes temores empezó a hacerse realidad. Es algo que sabía que iba pasar más tarde o más temprano y había llegado el momento: empezaba a llover.
Rápidamente reanudé la marcha. Saliendo de León me acordaba de los escarpines que olvidé en casa y que tanto echaría de menos con frío y lluvia cuando, de repente, el Camino me puso delante una tienda de bicis: Ciclos César. Sin pensarlo mucho, entré, le conté mis tribulaciones, le expliqué que no quería gastarme mucho dinero en algo que había olvidado en casa y rápidamente me entendió y me sacó unos baratillos sobre los que, además, me hizo un buen descuento. Salí de la tienda encantado y con ellos puestos.
A la salida de León hay un tramo bastante incómodo para la bici porque la N-120 tiene mucho tráfico y la senda la va cruzando de lado a lado. Quizá hice algo mal, no lo sé; pero la cosa seguía así más o menos hasta San Miguel del Camino. A partir de ahí el camino es mucho más agradable y poco a poco, bajo una intermitente y fina lluvia y un cielo amenazador nos acercamos a Hospital de Órbigo y su famoso Puente del Paso Honroso, que don Suero de Quiñones defendió durante un mes y cientos de combates allá por 1434, más o menos hasta que el rey Juan II de Castilla mandó decirle que bastaba ya de tonterías.
Pocos kilómetros después una ascensión nos deja en el crucero de Santo Toribio, cerca de San Justo de la Vega, desde donde tendremos una preciosa vista de nuestro destino del día, Astorga donde llegaremos por un terreno muy cómodo (salvo la rampita de entrada a la ciudad, ¡ay!) Doy una vuelta por la Plaza de España, el fantástico Palacio Episcopal de Gaudí, me llevo un pequeño disgusto porque el museo del chocolate, que pensaba visitar, estaba cerrado…
Al pasar por la Catedral una mujer mayor me pidió ayuda: quería mandar un mensaje con el móvil y no sabía cómo hacerlo. Así que me pidió entrar… ¡en el tanatorio!, hacer una foto de una esquela y mandársela a una amiga. En fin, cosas del Camino…
El albergue So por Hoje es muy agradable. Patricia, la dueña, brasileña, se esfuerza en agradar y ponérnoslo fácil. Nada más entrar estampé un bidón en el suelo; no solo llené todo de agua sino que el bidón se rompió. Muerto de vergüenza, pedí una fregona para recoger el agua; pero me preocupaba haber perdido precisamente el bidón grande. Acacio, hospitalero en Viloria de Rioja, que tiene un negocio de alquiler de bicicletas para el Camino y que casualmente estaba allí, se apresuró en ir a buscar un repuesto. Se negó a cobrármelo y el detalle me emocionó.
El albergue ofrecía una cena típica brasileña; pero no “una cena de domingo” (en palabras de Patricia) sino una cena modesta propia de una familia humilde: arroz, alubias y algo de carne que se mezclará en un único plato. Todos los alojados nos sentamos a la mesa, con la dificultad de que había diez francoparlantes (franceses y belgas)… y yo. De ellos, solo una persona chapurreaba el español, pero conseguimos entendernos bien.
Tras la cena estuve un agradable rato de charla con mis anfitriones, hablando de la coincidencia de encontrar a Acacio que pudo resolver mi problema, de sus experiencias, de mis planes para los días siguientes… Pero me retiré pronto; aún tardaría en dormirme porque uno de los franceses (¿o era belga?) roncaba como un búfalo enfurecido, pero todo pasa.
El día siguiente pintaba difícil ya que me iba a enfrentar a la ascensión a la Cruz de Ferro, el punto más alto del Camino Francés. Y realmente lo fue, aunque no tanto por ese puerto. En la cama daba vueltas inquieto pues en el techo sonaba con insistencia el golpeteo de una intensa lluvia…
¡Buen Camino!
El video del día
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